Cuando decidí emprender este
viaje, me pregunté una y otra vez cómo organizar los pequeños milagros que han
ocurrido en mi vida y de los cuales aún tengo memoria. Decidí que no he de
hacerlo cronológicamente, sino de acuerdo a cómo me han impactado. Así es
que, en esta oportunidad el pequeño milagro ocurrió en 2009. Fue la primera vez
que me di cuenta de que los milagros existen en esta pequeña escala también.
Vivía en Caracas y trabajaba en
horario de oficina. Había llovido en la ciudad, el metro no funcionaba. Se
acercaba la hora de salida y en mi cabeza evaluaba cuál sería la mejor ruta o
medio de transporte para volver a casa. ¿Taxi? No tenía suficiente dinero, sin
mencionar que un taxi en hora pico, lloviendo y sin metro es prácticamente
imposible de conseguir. La única manera era en autobús. ¿Pero qué vía escoger?
¿Los autobuses que van por la autopista? ¿Los que van por la Av. Río de
Janeiro? Hay que vivir en Venezuela, hay que vivir en Caracas para entender mi
predicamento. “¿Será mejor si espero en la oficina hasta que sea más tarde? ¿Y
si entro a ver una película?” Esperar a que caiga la noche tampoco es buena
idea para una mujer sola en Caracas. Así pensando, llegó la hora de irme. Respiré
profundo y me dije: vamos por la ruta de la Av. Río de Janeiro. Al menos había
dejado de llover, pero quedaban por supuesto los charcos en las calles. Los
evadí como pude hasta llegar a la avenida y me detuve en la esquina
correspondiente donde normalmente se detiene el autobús. Al menos por una parte
la decisión fue la correcta, podía ver que la autopista estaba absolutamente
colapsada mientras en la avenida el tránsito fluía. Aún brillaba el sol de la
tarde, pero los autobuses no hacían acto de presencia. O si lo hacían no se
detenían pues ya llevaban la cantidad de personas posible que podían llevar. En
cristiano: iban full. Cuando un caraqueño dice que el autobús viene o va full,
no se refiere uno a que ya no hay asientos disponibles, o que el pasillo está
lleno de personas de pie. Se refiere uno a que de la puerta del vehículo
cuelgan hombres, mujeres y niños en cantidad tal que ya no puede nadie hacer el
intento de subir ni bajar. Así pasó un autobús, dos, tres…
No sé cuánto tiempo transcurrió realmente, yo lo medí en función del incremento de soledad y oscuridad. Frustrados por la falta de autobuses disponibles, las otras personas de la parada se fueron retirando una por una. Y el sol se fue ocultando también. Algunos podrían pensar que soy un poco testaruda, en realidad es que no tenía otra opción sino esperar. Al final me quedé sola en esa esquina, mientras el sol seguía despidiéndose de mí. Sentí miedo y también compartí la frustración de quienes se habían ido. Y sin embargo, no sabría decir por qué, en un momento determinado recordé un pasaje de un libro que había leído. Su autor contaba de su fe y de un episodio en que salió tarde de un bar con unos amigos, quienes en tono de burla le decían que si su fe era tan grande, le pidiera a Dios que les enviara un taxi; long story short el taxi apareció. Pensé: “si funcionó con ese escritor, quizá funcione conmigo” y de verdad lo creí. Pensé de nuevo: “ok, Dios, sabes que necesito llegar a casa, sabes que mientras más oscurece más peligroso es. ¿Podrías por favor enviarme un autobús?” Pasaron dos más tan llenos como los que habían pasado hasta ese momento, pero de pronto, un autobús con mi ruta y absolutamente vacío se detuvo al pedirle la parada. En el vehículo sólo el chofer y el colector. Hay un cierto nivel de escepticismo que raramente lo abandona a uno, y como si Dios escuchara mi corazón, se subió al autobús otra señora que realmente no tengo idea de donde salió. El conductor le preguntó hacia dónde iba, ella respondió la misma parada a la que iba yo, el conductor indicó que en efecto era su ruta, ella se subió e igualmente lo hice yo, absolutamente impresionada no sólo de haberme podido subir al bus, sino además de sentarme cómodamente en el asiento de mi preferencia. Durante todo el trayecto no pude sino dar gracias, sentía que quería llorar. Llegó mi parada, nos bajamos la señora y yo. Al momento en que bajé el último escalón escuché decir al chofer: “Creo que por hoy ya está bien, fulano (no puedo recordar el nombre), vámonos pa’ la casa”. No solo el bus me llevó hasta mi destino, sino que además no continuó la ruta. Para mí fue más que suficiente para considerarlo un milagro.
El resto del trayecto a casa involucró otro autobús que tomé inmediatamente y sin problemas, más un poco de caminata. Sin embargo, en mi mente aquél autobús vacío de la ruta de la Av. De Janeiro era todo lo que podía recordar. Fue la primera vez que conscientemente me di cuenta que una fuerza mayor me escucha y es, incluso, capaz de responderme. Escribir estas líneas reviven esa experiencia. Se acelera mi corazón, me siento afortunada y agradecida. De ahí en adelante mi forma de ver la vida cambió y aunque creo que los milagros han sucedido siempre a mi alrededor, ahora gracias a Dios, puedo verlos en acción.